lunes, 5 de noviembre de 2007

“¿Mesa para tres?”

De pronto su discurso cambió. “Vamos a almorzar”, dijo, y el vos y yo resultaba lógicamente implícito.

“Te pasamos a buscar”, aclaró más tarde por teléfono, y el plural quedó resonando como un vago eco lejano.

“Estamos saliendo para allá”, precisó cuando se hizo la hora acordada, y la sospecha de que éramos mucho más que dos se hizo evidente.

La lectura de No focalizo concentró toda mi atención y atenuó la desesperada espera, hasta que el celular sonó impaciente y mi estómago se estrujó en una sinapsis colectiva: “Llegamos. Te esperamos abajo”.

E inhalando profundo apagué la compu, agarré un abrigo, la cartera y salí. Mi paso lento se eternizaba mientras el ¿por qué yo me meto en estas cosas? retornaba sin sentido y sin respuesta.

¿Estarán esperando en la puerta?, pienso al abrir temerariamente el ascensor. Salgo decidida y… no.

Exhalo.

¿Y si no le caigo bien? ¿Si no le gusto? ¿Si grita al verme? Yo me voy. ¿Para qué? No tiene sentido. Si es lo mismo! Es-lo-mis-mo!

Avanzo. Nunca había reparado en lo largo que es el hall de mi edificio. Llego a la puerta y diviso la trompa del auto sobre la entrada del garage. Vamos, nena, que no es para tanto…

Cruzo la puerta, me asomo a la calle y la luz del sol resplandece por un instante sobre los cuatro ojos que se posan sobre mí. Son más claros de día. Los miro y ambos me regalan un abrazo de sonrisas, que se parecen tanto. ¿Tengo que saludar? ¿a quién primero? Titubeos como estos atacan mi cerebro en cuestión de segundos. Y lo paralizan.

Son tan lindos. Él es tan lindo. Y hay sol, y viento, y él se ríe entre minidientes por la ventana. Él maneja y me habla y le habla. Y él contesta y saluda y lo saludan. Y yo… yo, trato de deshacer el nudo estomacal que aún perdura.

“Ya está, viste?”, me dice.

“Y…”, suspiro.

Aún no.

Llegamos al restaurant y hay lista de espera.

“¿Los anoto? ¿Cuántos son?”, me pregunta el mozo.

“Do…”, balbuceo. Y enmudezco.

…………………………………………….

“¿Mesa para tres?”, inquiere birome en mano.

……………………………………………

Y ahí lo miro. A Él y a él y a mí. Y al mozo. Y a Él y a él y a mí. Y sí…

“Tres, por favor.”

miércoles, 31 de octubre de 2007

1 Luján, 2 Lujanes, 3 Lujanes, 4…


Aviso: Esta crónica se me hace particularmente difícil. Y sin llegar a verbalizar del todo su por qué, siento que los motivos son varios. Entre ellos, lo rápido que estos últimos doce años han pasado, provocando una suerte de naturalización en mi mirada de caminante. Siempre pensé en escribirla pero nunca lo hice, como todo aquello que postergamos para un momento más apropiado. Y este año entendí que a veces ni yo lo entiendo, que a la repetida pregunta acerca de por qué vas sólo le cabe el porque quiero, y que ese camino tiene tantas pero tantas formas de hacerse, de pensarse, de vivirse y de sentirse, que vale la pena contarlo.


“¿Vos también venís sola?”, me pregunta una rubia de gorro blanco muy a lo Capitán Piluso. Veo que es alta, con una larga trenza, y que carga una pesada mochila que anticipo fastidiosa unas cuantas horas más tarde. Las dos nos encontramos extrañamente aisladas en la ruta que en pocos minutos se llenará de gente, cuando levanten la barrera del tren que acaba de arribar a Merlo. La admiro por un instante, porque nunca me animé a caminar sola, y los gritos y silbidos que oímos mientras hacemos como si no, se posan temerariamente sobre nosotras. La invito a sumarse a mi grupo, que supongo próximo a encontrar. Y de pronto suena el maldito celular y miro para atrás y la avalancha de peregrinos y nunca más la vuelvo a ver.

El heladero intenta sin éxito vender palitos de agua en una tarde que presagia una noche tan helada como ellos. Me corro a un costado del camino y él se coloca con su bicicleta entre la multitud que avanza incesante, mientras me conversa sin parar acerca de lo peligroso que el camino se ha vuelto en los últimos años. A los gritos, entre carros y banderas que nos separan, me señala a un grupo de jóvenes sobre las vías, me asusta con robos, noches oscuras y relatos acerca de familiares que por suerte no llego a oír.

Ahí están, ahí los veo. La virgen de Luján se adelanta de espaldas hasta que el carrito de San Lorenzo me franquea y logro sumarme a su paso. Empezó mi caminata y vuelvo, un año más, a valorar la calidez de ese grupo, esa imagen, esa mirada. Vuelven a sonar Gaby, Fofó y Miliki, con su barba y sus tres pelos, porque si no tuviera tres pelos, pues no sería una barba! Y luego los bajitos piden Xuxa y siento que nada ha cambiado. Todo es tan igual, que cuando los chicos sintonizan el partido de Racing contra Rosario Central me despiertan de mi ensueño y me señalan cuánto crecieron, cuánto cambiaron, y cuántos se quedaron en el camino.

Todo cambia, sólo hay que detener la mirada y observarlo. Apenas si cuento un Pico de oro vs. la parva de tetrabricks de antaño, los grandes equipos de música que los grossos cargaban al hombro se han reducido a pequeños y pocos aparatos, las “birras heladas” dieron paso a los “fernanditos, fernanditos!, a dos peso’ lo’ fernanditos” y al inefable Speed que impedirá el dulce sueño de más de uno. Sigo viendo cunas y bebés viajando sin ser consultados, niños cada vez más niños que fuman y proclaman lo bueno del “jugo loco” que agitan, miles de puestos de banderines y rosarios y plantillas y cremas cura-todo y bastones que no lo dejarán caer antes de Luján.

Suena la cumbia a todo volumen y se mezcla con el grupo que reza el rosario y con los muchachos de “la episco” a puro bombo y batucada. Más allá, un grupo de voluntarios nos saluda con canciones, que van quedando atrás a medida que avanzamos, y se fusionan con los chistes que cuentan desde el carro de adelante a todo megáfono. La “chacarera religiosa” es la música elegida por quienes se encuentran a mi derecha, mientras a mi izquierda, con pasos cortos y ligeros, avanza un viejo todo encorvado sobre su bastón y su gran bolsa de arpillera.

Ruido. De repente siento mucho ruido.

“Sergio Maffia, está de tu lado”, señala el cartel que no convence a nadie de votar a un intendente con tan penoso apellido. E insiste, una y otra vez, a lo largo de kilómetros y kilómetros, a tu lado.

El paso general se lentifica y los perversos bastones dejan de tocar el suelo para clavarse en pies ajenos. Duele, aseguro que a esta altura, duele. Cada vez se hace más pesado y las paradas se dispersan. Cuando sólo se piensa en los pies y en los tirones y en el cansancio, el camino se torna muy difícil. Le digo que los años no vienen solos, que ya estoy grande, a él, que tiene tres menos que yo, y se me ríe en la cara. Tengo sueño. Y estoy cansada.

Ahora empiezan a aparecer los aventones. “Vamo’ que en 5' sale el camión a la basíiiilica!!!”, “Aquí Traffic a Luján!”, ofertan. Y tientan a más de uno. Siempre pienso que la imaginación comercial no tiene límites, y ya en los últimos años lo que más me ha sorprendido es la proliferación de puestos que venden “Certificados de la fé”. Repito: certificados de fé. Creo que es el mejor oxímoron que he visto en años. Lejos. Y lo peor es que… hay que hacer cola para comprarlos.

También comprobé este octubre los avatares de la inflación. Los hogares y negocios sobre Rivadavia ofrecen sus sanitarios a todo peregrino dispuesto a pagar por ellos. ¿El aumento con respecto al año anterior? 100%.

A veces me pregunto qué impulsará a cada uno de los miles que cruzo en la peregrinación a realizar semejante trayecto. A veces conozco mis motivos, y a veces se me desdibujan. Entonces llevo los de otros y sigo caminando. Este año conocí a alguien que debía una promesa desde el ’96: “prometí ir a Luján como podría haber prometido hacer cien lagartijas, viste?”, me dijo. Se había decidido por fin a cumplirla y, de paso, como para no desaprovechar La Ocasión, pidió que el domingo River ganase el Superclásico. Y juro que jamás vi tantas “camisetas gallina” caminando.

El domingo, escuché que ganó River.

Me costó llegar mucho más que otras veces. Me enojó como nunca la propaganda antiabortista que literalmente cubría las calles de Luján. “Tomá, para que te informes”, expresó con mirada suplicante quien me entregó una pila de folletos que enseñaban a vivir en la verdad. Mi renguera avanzaba casi con el sólo ímpetu de leer el próximo y nefasto pasacalle con el que miles y miles de los que caminamos no comulgamos. Tan sólo si alguna vez preguntaran. Tan sólo si alguna vez, siquiera, caminaran.

Entre enojos y dolores, vi la punta de la iglesia asomarse en el azul de la mañana. Como tantos años, llegué. Como tantos años en mi arribo a esa plaza, la que nunca supe alcanzar de otra forma que no fuese a pie, me emocioné. Porque también es mi Luján, el de todos y cada uno. Porque mi adorado amigo me cuenta que este año caminó con su papá y es como si los estuviera viendo, juntos. Porque todo cambia, aunque me cueste aceptarlo. Porque los cuerpos que cubren el piso de la basílica son muchos menos. Porque su fachada brilla radiante, imponente, por fin libre de los andamios que la cubrieron durante tanto tiempo. Porque los pañuelos de las Madres ondean anudados, como hace 30 años. Porque ya no escucho la misa ni me paro a comulgar. Porque veo la fé ajena (“Padre, padre, bendecime!”) y siento cómo, a lo largo de estos doce años, la mía se ha ido transformando.

miércoles, 3 de octubre de 2007

El Pasteur

Hace años que lo oigo nombrar, con ese eco amargo de sitio que no deberás pisar. Es extraño como los nombres de calles, edificios y plazas se naturalizan y dejan de remitir a sus “titulares”. El Pasteur es el instituto, ese que alberga canes y felinos, ese que utiliza a los animales para hacer “experimentos”, según cuenta la leyenda, esa que también se naturaliza y que repetimos sin jamás indagar acerca de su grado de verdad. Y así deja de ser Louis, ese que inventó la vacuna contra la rabia y que revive en cada hogar y en cada producto pasteurizado.

Hace años que existe, que depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que realiza investigaciones en el campo de la salud humana y animal, que se sitúa sobre la avenida Díaz Vélez, en el Parque Centenario.

Hace años que paso por su puerta en mi camino a la facultad y nunca jamás me detuve a mirarlo. Es de esos edificios antiquísimos (data de 1927), de materiales macizos, ornamentación barroca y altura imponente. De esos edificios que ya no quedan y que, a su vez, pululan tan de a montones que se vuelven invisibles.

Ayer me detuve frente a su puerta. “Instituto de zoonosis”, anuncia. Y lo críptico del nombre se completa al traspasar su entrada. Es gris, como esos días que sólo esperamos que terminen. Es oscuro, como todo edificio público iluminado por escasos tubos titilantes. Es oloroso, como esas pestes que invaden y repugnan. Y está lleno de moscas, que lo rodean a uno apenas se asoma. Tiene muchos pasillos, y gente en los pasillos, y colas de hospital, y caras de cansancio y de espera y de turnos largos que no llegan.

Pregunto por los perros, dónde están los perros. Hay que cruzar el pasillo, y luego el patio, y a la derecha, y luego pregunte, y más al fondo, en otro pasillo, el candado, los perros. Me siguen las moscas. No, no me siguen, están por todos lados.

El patio pertenece a los felinos. Muchos, son muchos. Se desperezan de la siesta, observan con sus ojos rasgados de desconfianza, erizan los pelos de su lomo si me acerco. Un mostrador, blanco pero gris, como el anterior. Y el recuerdo del olor y del color de “sanidad escolar”, lugar siniestro como pocos, que se graba en la memoria de niño.

Vengo de parte de… Busco a la perrita... El hombre del mameluco gris espera y recibe el recado: Por favor, llévelos a M2B.

Otra salida, otro pasillo, a la izquierda, otra vez a la izquierda… “M2B”, resuena en mi cabeza, como algo críptico y secreto, mezcla de enigma, misterio y terror. El simio kafkiano, Pedro el Rojo, me da la mano y atraviesa conmigo la última puerta que se abre.

El sonido me tumba y corta afilado la divagación mental. Todos los canes todos, cada uno en su jaula, ladran a la vez. El ruido es ensordecedor. La manada de moscas se ha cuadriplicado y el olor literalmente ahoga. El hombre del traje gris dice algo que no logramos oír y lo seguimos. “M2B”, señala.

Y ella, blanca, con un tajo en su costado derecho, tiembla de miedo. Flaca, asustada, camina hacia el fondo de su celda. Tirita como si hiciesen -10°C. Blanquita, chiquita, corazón, tranquila… no logra oír entre el estruendo de ladridos. La han operado recientemente. Está dolorida. Su pelo no ha crecido aún sobre la herida. De a poco se acerca, huele mi mano, se aleja. Y luego vuelve, me huele, lame mis dedos.

No es, dice Él, no es. Y el hombre del atuendo gris los pasea por la cárcel de perros. Porque hay otros, hay muchos otros. Ella llora, desconsolada. Porque no es, y porque son tantos, tantos. Porque qué hacer, cómo hacer, cómo llevarlos a todos, cómo encontrarla a ella, cómo dejar a ésta, y a aquel, y a aquella…

Y los ladridos que no cesan. Y el olor. Y el dolor. Y las moscas.

Pedro el Rojo ha soltado mi mano. Lo siento seguirme con sus ojos escrutadores, con esos ojos de acusación, de desilusión, y de pena.

El sonido se apaga, de a poco, y sólo queda su mirada. Blanquita, chiquita, asustada... Cómo olvidar esa mirada.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Con la lágrima fácil


“Sensible”, me dice al percibir mi estremecimiento en el cine, cuando comprendo que guerras, holocaustos y masacres sobrevendrán frente a mis ojos.
Y asiento, conteniendo las lágrimas que pelean contra los párpados por traspasar mis pestañas.
Respiro, el erizar de mi piel regresa a su normalidad, la nariz se sonrosa nuevamente, y ya está, ya está…
Por un rato.
..............................................................................
Página 12 cumple 20 años. “¡Veinte años!”, pienso, mis veinte años, los del diario, lo que pasó, lo que ya no volverá, lo que sí vuelve, lo que nunca se va.
Son las imágenes, la portada en blanco cuando se firmaron los indultos, el Cordobazo, los estudiantes y sus reclamos apaleados por los eufemísticos “bastones largos”, Cámpora y las ilusiones, Ezeiza, José León Suárez y Walsh, y Trelew y Mugica y los Palotinos y los nietos y Lepratti y las Madres y…
Es la música, los caballos blancos, los hombres de hierro, la rata Laly, el cuadro del fondo del océano y sus palabras que nos vuelven caballitos de mar al escucharlo, la canción para Beto, que mira desde el fondo del escenario y, entre risas, vuelve a colocar el micrófono en su lugar cuando él lo empuja con el hombro mientras, con la letra y la armónica, le agradece que sea sus manos, sus piernas, su alimento, su sed, su amigo.
Todo está clavado en la memoria”, dice León y yo repito, “espina de la vida y de la historia”.
Y es la danza, cuando su silla de ruedas va y viene y gira, contornea la pista, agita sus brazos, envuelve a su compañera, baila suave y encanta, con sus movimientos, con su expresión.
Mi estómago se estremece, mi pecho se llena de golpe y lo siento subir. No, basta, basta. Llega a la garganta, estrujo mi cara, aprieto los dientes y aún insiste. Se asoma a los cuencos, amaga en equilibrio y la gravedad es más fuerte. La primera lágrima cae y sus cómplices la siguen. Trato de que no me vea. Es tarde. No quiero que piense que soy una llorona, es sólo que… “todo está guardado en la memoria”, esa que pincha hasta sangrar.
..............................................................................
No tenía que escucharlo pero lo hice. ¿Curiosidad? ¿Nostalgia? “La tristeza de una noche en pena”, amanecí cantando. ¿Por qué? Estaría en vivo en la radio, dijo. Tal vez… si me acuerdo quizás pensé. Y claro que me acordé. Y lo tocó. Su tema, mi tema. En realidad es suyo, pero yo estoy ahí, tan presente. ¿Dónde está? ¿Quién se lo llevó? ¿En qué tiempo y lugar?
Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia...
Una noche casual, un verano casual, una tristeza casual. Ayer, hace años, hoy. Las risas de aquel tiempo, epifanía sutil, las lágrimas presentes.
Tal vez, y sólo tal vez, yo también “besé al alma equivocada”.
..............................................................................
Y ahora sé que es (era y será), sobre todo, la música. Esa que nos une, nos circunda, nos hermana, nos recuerda, nos transporta, nos devuelve y nos revuelve.
La memoria despierta para herir…”, dice León. Y también para producir, para emocionar, para escribir, para no olvidar, y para seguir. 





martes, 28 de agosto de 2007

Un ángel del siglo XXI

Largas pestañas enmarcan sus grandes ojos azules que apuntan hacia el cielo de la Av. 9 de Julio. No hay horizonte destino de esa mirada. Parece flotar ajena al ruido y al tráfico de las dos de la tarde. Sus botitas de taco apenas tocan, a veces, el caliente asfalto. A centímetros del suelo, luce altiva su jean con retazos de cuero negro que asoma fruncido desde dentro de sus botas. Cinturón con tachas, que no resuelve lo grande del vaquero, y camperita al tono. Avanza suspendida y sonriente, gran mujercita que no dilapida miradas. Entrecierra sus pestañas y sigue, moviendo suavemente su cuello sobre la pasarela del paso cebra. El colorete brilla excesivo en sus mejillas. Sus cabellos, dos largas colas de ondas infinitas, añoran las trenzas de antaño. Y en su frente, rosa y plateado, como sus pulseras, como sus colgantes, como sus mejillas, la insignia. Emblema que se porta con orgullo. Nuevas tribus de la edad de la inocencia. Ensayos de aretes y labiales. La gran vincha cubre su frente y se enlaza en la nuca. Casi ángeles, dice. Divisa y destino. Brazos en alto, mamá y papá la arrastran, como pueden, hacia la calle Corrientes. Ella mira sin mirar, casi un ángel, y resplandece, entre el rímel de sus pestañas.

domingo, 26 de agosto de 2007

Mafaldita

Mafalda tropezó y en la calle se cayó. Y al pasar por un cuartel…

Hasta Mafalda se resigna a ser por siempre Mafalda.

A veces, todas las cuentas le salen mal.

lunes, 20 de agosto de 2007

Barreras

Suena liberal. Se arregla, se peina, se viste a lo liberal. Habla, argumenta y vocifera dadivoso. Es más simple, sí o no, todo tiene que ser más simple, dice. Arreglamos o no arreglamos. Lejos re lejos o cerca muy cerca. Lleno o vacío. Blanco o tinto. Borracho o abstemio. Falopero o careta.

Ríe socarrón. Mira desde lejos, cual observador en su butaca itinerante por el mundo. Oye, registra, aprende. Logra conclusiones totalizadoras. Infla su pecho y exhala.

Y las vueltas.

No hay vueltas. Vas o venís. Te quedas o partís. Ganás o perdés. Hablás o callás. Arriesgás o te achicás. Ahora o probablemente nunca.

Las vueltas...

Las vueltas van por dentro. Y giran. Y yiran. Y van. Y vuelven. Y si no era… y si sí… y si hubiera… y si habría… y si estaba… y si…

La vida es más simple. Todo debería ser más simple.

Lo dice, lo oyen, asienten. Sonríe, orgulloso. Lo sabe. Posee la sabiduría y la sapiencia de quien ha vivido mucho. De quien ha caminado arduo, en busca de quien sabe qué. Si tan sólo lo supiera… si tan sólo supiera el por qué de tanto caminar… si… tan solo.

Si cruzar fuera tan sólo dar el paso, si el paso no estuviera barrado, si la barrera no viviera en él, si él no fuera él, acaso, sería todo más fácil.

lunes, 30 de julio de 2007

Everybody needs the eggs

-Eres una perversa polimorfa, ¿lo sabes?, acota él en una de las primeras citas
-¿Que significa eso?, pregunta ella, embelesada
-Que eres excepcional en la cama pues cada parte de tu cuerpo, tu nariz, tus dientes, experimenta placer cuando lo tocas
-Ahhhhh… Me gustas, de verdad me gustas
-¿Me amas?
-Eh… sí, creo que sí, te amo.

Y así, nace la relación.
De un día para el otro, viven juntos.
Él, maniático obsesivo. Ella, no disfruta del sexo sin antes fumar marihuana. Él, no puede entrar al cine si el filme empezó hace más de 30 segundos. Ella, acepta ver por cuarta vez el documental en blanco y negro sobre los nazis (que aún no empezó). Juntos, intentan matar langostas en la cocina para luego cocinarlas. Y se ríen, mucho.
El tiempo pasa.
Ellos, se separan.
Él, está en la cama con otra. Ella, lo llama urgente de madrugada. Él, corre a verla para matar la terrible araña que acecha su baño. Ella, confiesa que lo extraña. Él, también.
El tiempo pasa.
Ellos, finalmente se separan.
Ella, inicia su carrera artística. Él, escribe una película sobre ellos. Ella, crece. Él, le inventa un final feliz a su película.
El tiempo pasa.
Y una tarde, la ciudad los encuentra. Toman un café, conversan y se ríen, mucho. Están más viejos, más lindos, más arrugados, más sabios, más cansados. Se miran a los ojos, se leen con la mirada, y ya no son ni serán –nunca- los de antes.

Aquí va la imperdible y eternamente memorable escena final, con “It had to be you” de fondo. Traduzco las inolvidables palabras de Allen a continuación:
Se hizo tarde y ambos tuvimos que partir. Fue maravilloso volver a ver a Annie. Me di cuenta de la excelente persona que es y de lo divertido que fue conocerla. Y recordé aquel viejo chiste en el que un tipo va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco, se cree que es una gallina”. Entonces el doctor le dice: “Intérnelo”. Y el tipo responde: “Lo haría, pero necesito los huevos”.
Creo que eso es lo que pienso acerca de las relaciones. Son completamente irracionales, locas y absurdas. Pero supongo que insistimos con ellas porque la mayoría necesitamos los huevos
.

sábado, 28 de julio de 2007

Buenos Aires colapsa, Venecia se hunde

“Ochenta”, llego a gritar entre las cabezas que me tapan y le paso las monedas a un flaco alto con bigotes que se agarra del barral del techo. Envidio su altura porque acá abajo no se puede respirar. Envidio a quienes van sentados en el asiento trasero de un taxi y no tienen que alterarse por el caos automovilístico que atraviesa la ciudad a las siete de la tarde. Envidio a Bernard Marx y a Lenina Crowne que viajan en helicóptero cuando quieren trasladarse. Veo los “heli-taxis” del Nuevo Mundo, las pistas de estacionamiento en los rascacielos, seres alados que vuelan a sus hogares y en el trayecto se cruzan con amigos y sonríen y saludan…
Otra vez se detiene el colectivo, ¿este tipo no ve que acá no cabe ni un alfiler? Pienso en el camello que quiere pasar por el ojo de una aguja. Debe hacer cuarenta grados aquí adentro y yo con bufanda, tapado y botas, casi inmovilizada para efectuar cualquier tipo de movimiento que no sea sostener mi cartera.
Otra vez me empujan. Alguien le grita al chofer. Otro se suma indignado. No se entiende lo que dicen, pero es claro que no son felicitaciones por su forma de manejo. ¿Cuánto falta para la estación Once? Parece que tardamos horas en avanzar una cuadra. Suspiro. No se puede viajar más en Buenos Aires. ¿Por qué aceptamos esto? ¿Por qué todos los días nos apilamos en trenes, subtes y colectivos abarrotados? ¿De donde salió tanta gente? Cada vez me levanto más temprano y el ritual de hacinamiento no sólo no cesa, sino que se incrementa a diario. Hordas y hordas de personas que se dirigen al mismo centro geográfico. ¿Todos trabajamos en el mismo sitio? ¿Tanta prédica político-mediática y a nadie se le ocurre descentralizar la ciudad?
Buenos Aires colapsa, concluyo. Veo a millones de seres apurados, corriendo y saltando en una plataforma central cuyas bases se están resquebrajando. La tierra se empieza a agrietar, de a poco, despacio. Nadie lo nota porque no hay tiempo para mirar. Hay que correr antes de que el tren más repleto se vaya, y nos deje en el andén.
“Plaza Miserere”, grita el chofer. Por fin. Se descomprime el tumulto, me saco la bufanda, respiro. ¿Sentarme? Ni en sueños. Vamos que estos pies aguantaron cosas peores. ¿Por qué me puse botas de taco?
“Venecia se hunde”, me señaló Gastón Lux en el tren que me llevaba desde Ginebra. Pero lo olvidé, ante la belleza de sus canales, las miles de palomas en la Piazza San Marco, la magia de cruzar puentes para atravesar la ciudad, los vaporettos que jamás asimilé a colectivos y que maravillaban mis ojos tan llenos de asfalto y de smog. Ni el hediondo olor de sus “calles” ni la inmensidad acuosa que me rodeaba día y noche me hicieron recordar sus palabras.
Pienso en la cantidad de jóvenes turistas que llegan diariamente a Buenos Aires, atraídos por sus colores, su noche, su gente, sus paisajes y el cambio de divisas. Hablo con ellos y me cuentan que adoran la gran urbe, que todo es very cheap, que los porteños sí que saben divertirse. Se mueven siempre alrededor de los mismos bares, salen más de noche que de día y se quejan de que todo queda muy lejos, por lo que deben tomar taxis ya que con los “bondis” se pierden. Sugiero la “Guía T” y desisto, es cierto, es muy grande Buenos Aires. Nunca toman el subte a las nueve de la mañana, la calle Florida les resulta turística y no un caos intransitable, recorren Once para comprar ropa y no para viajar a zona oeste, nunca pisaron Constitución y lo más cerca del Bajo que estuvieron es Puerto Madero.
A algunos les cuento que la ciudad colapsa, pero sé que no me escuchan. Si Venecia se hundía yo me quería hundir con ella, con sus luces y sus góndolas.
Se desocupa el asiento que custodio desde hace horas. Me restan cuatro cuadras para bajarme. Mis pies lo piden a gritos. Tengo que comprar otras botas, sin taco, es una orden. Soy orgullosa. O quiero mostrarme amable. Cedo el asiento. La estoica resistencia llegará a su meta. Ahora no lo quiero.
Las bocinas siguen aturdiendo a esta altura de Rivadavia. ¿Sólo el centro colapsa? Ya es de noche. Pienso que los últimos rayos de sol se perdieron durante el interminable viaje. Ahora, a bañarme, comer y dormir, para mañana repetir el periplo. ¿Y si no trabajo más? ¿Si me voy al campo, cosecho una huerta, compro animales y regalo las botas de taco? Me llevaría libros y música y respiraría profundo y… prendo el noticiero porque hoy ni siquiera pude terminar de leer el diario. Lo escucho mientras preparo la cena. Intento de violación en el barrio de Flores, ella le corta la lengua con los dientes al atacante, comentarios horrorizados de la presentadora; el especialista en Internet cuenta acerca del chat entre los adolescentes, las preocupaciones de los padres frente al “fenómeno”; otra vez Irak y cantidad de muertos y heridos que se suman a una interminable lista que parece no tener fin, cuyas causas ya nadie rastrea ni analiza, total, queda muy lejos, parecieran decir; pienso en la circulación de información, en las grandes agencias de noticias, en los intereses económicos en juego, en la espectacularización, en… “Se inunda Venecia: el 80% de la ciudad italiana quedó cubierta por agua debido a una inusual marea…”. Me acerco a la caja boba, esa que nos hace creer que tenemos todo tan cerca, para ver la postal en movimiento de turistas que pasean por la plaza San Marco con el agua hasta las rodillas, sillas de las que sólo asoma el tope del respaldo y palomas que sobrevuelan sobre la catedral sin ánimos de aterrizar.
Me siento. O me dejo caer. Venecia. Mi Venecia. Con sus luces, sus vaporettos, sus canales. Venecia. Se hunde Venecia y los turistas la recorren a nado. Me lo dijo Lux hace siete años y no lo quise creer. Hoy, ya lejos, muy lejos, en Buenos Aires, lo recuerdo. Mi Buenos Aires. Con sus colores, su calles, su gente, su noche. Con su tránsito, sus hordas humanas, su asfalto caliente. Descansa, de noche, Buenos Aires, mientras sus grietas se aquietan, respiran, descansan, aguantan. Pero… ¿hasta cuándo?

miércoles, 4 de julio de 2007

De queloides y querencias

Hoy me reconcilié con el pasado. En realidad, con una parte de él. Con una parte, diría yo, significativa. Porque temía que este día no llegase nunca. Porque algo me decía que era como aquellas cicatrices que forman queloide y nos recuerdan para siempre lo tontos que fuimos en aquel tropezón, condenándonos eternamente a la pregunta qué hubiera pasado si… elegíamos el camino opuesto.

Soy afecta a los queloides, lo confieso. Los médicos (que saben mucho, pero mucho) dicen que tiene que ver con la mala cicatrización. El bultito que sobresale de mi mano derecha, a la altura del pulgar y que tiene forma de una C invertida, es fiel testigo de ello. Estúpido accidente, inocente quizás, patines, la paloma, puerta de vidrio, el freno de mano, o la mano que no frena, lluvia de vidrios, baldes de sangre, el primer casi desmayo, la sangre, la sangre, tan solo la mano. Y hoy, el queloide. Parece decirme, no te olvides, no juegues, no corras, no patines, no te arriesgues.

Hay cremas para los queloides. Un médico (dermatólogo) me recetó una. Todos los días, dos veces por día, una fina capa. Muchos días. “Cuesta, pero de a poco van desapareciendo”, me advirtió. Nada. No pasó nada. Me cansé de la crema. Y de los médicos.

Por momentos no lo veo. Con la crema lo miraba a diario. Lo odiaba, pues me recordaba dos veces por día que tal vez convivía con un vidrio allí adentro (nunca accedí a que me escarbaran). Temía que siguiera cortando carne y en el futuro creciera una enorme infección que inmovilizara la mano.

Casi nunca lo veo. Es una parte mía, una más. Mi mano no sería mi mano sin ese rasgo distintivo que la hace única, diferente al resto de las manos, con un pasado de patinaje artístico frustrado, atisbos de una pista olímpica, figuras infinitas y perfectas, aplausos.

Hoy empiezo a querer a mis queloides. Con sus formas deformes, sus historias imperfectas, sus horribles maneras. Sus cordoncitos subcutáneos me señalan que dejaron de sangrar. Me recuerdan quien soy, quien era, quien quería ser. Y me dan el empujón para iniciar estas páginas y dejar ya de mirarlos.