lunes, 30 de julio de 2007

Everybody needs the eggs

-Eres una perversa polimorfa, ¿lo sabes?, acota él en una de las primeras citas
-¿Que significa eso?, pregunta ella, embelesada
-Que eres excepcional en la cama pues cada parte de tu cuerpo, tu nariz, tus dientes, experimenta placer cuando lo tocas
-Ahhhhh… Me gustas, de verdad me gustas
-¿Me amas?
-Eh… sí, creo que sí, te amo.

Y así, nace la relación.
De un día para el otro, viven juntos.
Él, maniático obsesivo. Ella, no disfruta del sexo sin antes fumar marihuana. Él, no puede entrar al cine si el filme empezó hace más de 30 segundos. Ella, acepta ver por cuarta vez el documental en blanco y negro sobre los nazis (que aún no empezó). Juntos, intentan matar langostas en la cocina para luego cocinarlas. Y se ríen, mucho.
El tiempo pasa.
Ellos, se separan.
Él, está en la cama con otra. Ella, lo llama urgente de madrugada. Él, corre a verla para matar la terrible araña que acecha su baño. Ella, confiesa que lo extraña. Él, también.
El tiempo pasa.
Ellos, finalmente se separan.
Ella, inicia su carrera artística. Él, escribe una película sobre ellos. Ella, crece. Él, le inventa un final feliz a su película.
El tiempo pasa.
Y una tarde, la ciudad los encuentra. Toman un café, conversan y se ríen, mucho. Están más viejos, más lindos, más arrugados, más sabios, más cansados. Se miran a los ojos, se leen con la mirada, y ya no son ni serán –nunca- los de antes.

Aquí va la imperdible y eternamente memorable escena final, con “It had to be you” de fondo. Traduzco las inolvidables palabras de Allen a continuación:
Se hizo tarde y ambos tuvimos que partir. Fue maravilloso volver a ver a Annie. Me di cuenta de la excelente persona que es y de lo divertido que fue conocerla. Y recordé aquel viejo chiste en el que un tipo va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco, se cree que es una gallina”. Entonces el doctor le dice: “Intérnelo”. Y el tipo responde: “Lo haría, pero necesito los huevos”.
Creo que eso es lo que pienso acerca de las relaciones. Son completamente irracionales, locas y absurdas. Pero supongo que insistimos con ellas porque la mayoría necesitamos los huevos
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sábado, 28 de julio de 2007

Buenos Aires colapsa, Venecia se hunde

“Ochenta”, llego a gritar entre las cabezas que me tapan y le paso las monedas a un flaco alto con bigotes que se agarra del barral del techo. Envidio su altura porque acá abajo no se puede respirar. Envidio a quienes van sentados en el asiento trasero de un taxi y no tienen que alterarse por el caos automovilístico que atraviesa la ciudad a las siete de la tarde. Envidio a Bernard Marx y a Lenina Crowne que viajan en helicóptero cuando quieren trasladarse. Veo los “heli-taxis” del Nuevo Mundo, las pistas de estacionamiento en los rascacielos, seres alados que vuelan a sus hogares y en el trayecto se cruzan con amigos y sonríen y saludan…
Otra vez se detiene el colectivo, ¿este tipo no ve que acá no cabe ni un alfiler? Pienso en el camello que quiere pasar por el ojo de una aguja. Debe hacer cuarenta grados aquí adentro y yo con bufanda, tapado y botas, casi inmovilizada para efectuar cualquier tipo de movimiento que no sea sostener mi cartera.
Otra vez me empujan. Alguien le grita al chofer. Otro se suma indignado. No se entiende lo que dicen, pero es claro que no son felicitaciones por su forma de manejo. ¿Cuánto falta para la estación Once? Parece que tardamos horas en avanzar una cuadra. Suspiro. No se puede viajar más en Buenos Aires. ¿Por qué aceptamos esto? ¿Por qué todos los días nos apilamos en trenes, subtes y colectivos abarrotados? ¿De donde salió tanta gente? Cada vez me levanto más temprano y el ritual de hacinamiento no sólo no cesa, sino que se incrementa a diario. Hordas y hordas de personas que se dirigen al mismo centro geográfico. ¿Todos trabajamos en el mismo sitio? ¿Tanta prédica político-mediática y a nadie se le ocurre descentralizar la ciudad?
Buenos Aires colapsa, concluyo. Veo a millones de seres apurados, corriendo y saltando en una plataforma central cuyas bases se están resquebrajando. La tierra se empieza a agrietar, de a poco, despacio. Nadie lo nota porque no hay tiempo para mirar. Hay que correr antes de que el tren más repleto se vaya, y nos deje en el andén.
“Plaza Miserere”, grita el chofer. Por fin. Se descomprime el tumulto, me saco la bufanda, respiro. ¿Sentarme? Ni en sueños. Vamos que estos pies aguantaron cosas peores. ¿Por qué me puse botas de taco?
“Venecia se hunde”, me señaló Gastón Lux en el tren que me llevaba desde Ginebra. Pero lo olvidé, ante la belleza de sus canales, las miles de palomas en la Piazza San Marco, la magia de cruzar puentes para atravesar la ciudad, los vaporettos que jamás asimilé a colectivos y que maravillaban mis ojos tan llenos de asfalto y de smog. Ni el hediondo olor de sus “calles” ni la inmensidad acuosa que me rodeaba día y noche me hicieron recordar sus palabras.
Pienso en la cantidad de jóvenes turistas que llegan diariamente a Buenos Aires, atraídos por sus colores, su noche, su gente, sus paisajes y el cambio de divisas. Hablo con ellos y me cuentan que adoran la gran urbe, que todo es very cheap, que los porteños sí que saben divertirse. Se mueven siempre alrededor de los mismos bares, salen más de noche que de día y se quejan de que todo queda muy lejos, por lo que deben tomar taxis ya que con los “bondis” se pierden. Sugiero la “Guía T” y desisto, es cierto, es muy grande Buenos Aires. Nunca toman el subte a las nueve de la mañana, la calle Florida les resulta turística y no un caos intransitable, recorren Once para comprar ropa y no para viajar a zona oeste, nunca pisaron Constitución y lo más cerca del Bajo que estuvieron es Puerto Madero.
A algunos les cuento que la ciudad colapsa, pero sé que no me escuchan. Si Venecia se hundía yo me quería hundir con ella, con sus luces y sus góndolas.
Se desocupa el asiento que custodio desde hace horas. Me restan cuatro cuadras para bajarme. Mis pies lo piden a gritos. Tengo que comprar otras botas, sin taco, es una orden. Soy orgullosa. O quiero mostrarme amable. Cedo el asiento. La estoica resistencia llegará a su meta. Ahora no lo quiero.
Las bocinas siguen aturdiendo a esta altura de Rivadavia. ¿Sólo el centro colapsa? Ya es de noche. Pienso que los últimos rayos de sol se perdieron durante el interminable viaje. Ahora, a bañarme, comer y dormir, para mañana repetir el periplo. ¿Y si no trabajo más? ¿Si me voy al campo, cosecho una huerta, compro animales y regalo las botas de taco? Me llevaría libros y música y respiraría profundo y… prendo el noticiero porque hoy ni siquiera pude terminar de leer el diario. Lo escucho mientras preparo la cena. Intento de violación en el barrio de Flores, ella le corta la lengua con los dientes al atacante, comentarios horrorizados de la presentadora; el especialista en Internet cuenta acerca del chat entre los adolescentes, las preocupaciones de los padres frente al “fenómeno”; otra vez Irak y cantidad de muertos y heridos que se suman a una interminable lista que parece no tener fin, cuyas causas ya nadie rastrea ni analiza, total, queda muy lejos, parecieran decir; pienso en la circulación de información, en las grandes agencias de noticias, en los intereses económicos en juego, en la espectacularización, en… “Se inunda Venecia: el 80% de la ciudad italiana quedó cubierta por agua debido a una inusual marea…”. Me acerco a la caja boba, esa que nos hace creer que tenemos todo tan cerca, para ver la postal en movimiento de turistas que pasean por la plaza San Marco con el agua hasta las rodillas, sillas de las que sólo asoma el tope del respaldo y palomas que sobrevuelan sobre la catedral sin ánimos de aterrizar.
Me siento. O me dejo caer. Venecia. Mi Venecia. Con sus luces, sus vaporettos, sus canales. Venecia. Se hunde Venecia y los turistas la recorren a nado. Me lo dijo Lux hace siete años y no lo quise creer. Hoy, ya lejos, muy lejos, en Buenos Aires, lo recuerdo. Mi Buenos Aires. Con sus colores, su calles, su gente, su noche. Con su tránsito, sus hordas humanas, su asfalto caliente. Descansa, de noche, Buenos Aires, mientras sus grietas se aquietan, respiran, descansan, aguantan. Pero… ¿hasta cuándo?

miércoles, 4 de julio de 2007

De queloides y querencias

Hoy me reconcilié con el pasado. En realidad, con una parte de él. Con una parte, diría yo, significativa. Porque temía que este día no llegase nunca. Porque algo me decía que era como aquellas cicatrices que forman queloide y nos recuerdan para siempre lo tontos que fuimos en aquel tropezón, condenándonos eternamente a la pregunta qué hubiera pasado si… elegíamos el camino opuesto.

Soy afecta a los queloides, lo confieso. Los médicos (que saben mucho, pero mucho) dicen que tiene que ver con la mala cicatrización. El bultito que sobresale de mi mano derecha, a la altura del pulgar y que tiene forma de una C invertida, es fiel testigo de ello. Estúpido accidente, inocente quizás, patines, la paloma, puerta de vidrio, el freno de mano, o la mano que no frena, lluvia de vidrios, baldes de sangre, el primer casi desmayo, la sangre, la sangre, tan solo la mano. Y hoy, el queloide. Parece decirme, no te olvides, no juegues, no corras, no patines, no te arriesgues.

Hay cremas para los queloides. Un médico (dermatólogo) me recetó una. Todos los días, dos veces por día, una fina capa. Muchos días. “Cuesta, pero de a poco van desapareciendo”, me advirtió. Nada. No pasó nada. Me cansé de la crema. Y de los médicos.

Por momentos no lo veo. Con la crema lo miraba a diario. Lo odiaba, pues me recordaba dos veces por día que tal vez convivía con un vidrio allí adentro (nunca accedí a que me escarbaran). Temía que siguiera cortando carne y en el futuro creciera una enorme infección que inmovilizara la mano.

Casi nunca lo veo. Es una parte mía, una más. Mi mano no sería mi mano sin ese rasgo distintivo que la hace única, diferente al resto de las manos, con un pasado de patinaje artístico frustrado, atisbos de una pista olímpica, figuras infinitas y perfectas, aplausos.

Hoy empiezo a querer a mis queloides. Con sus formas deformes, sus historias imperfectas, sus horribles maneras. Sus cordoncitos subcutáneos me señalan que dejaron de sangrar. Me recuerdan quien soy, quien era, quien quería ser. Y me dan el empujón para iniciar estas páginas y dejar ya de mirarlos.