miércoles, 31 de octubre de 2007

1 Luján, 2 Lujanes, 3 Lujanes, 4…


Aviso: Esta crónica se me hace particularmente difícil. Y sin llegar a verbalizar del todo su por qué, siento que los motivos son varios. Entre ellos, lo rápido que estos últimos doce años han pasado, provocando una suerte de naturalización en mi mirada de caminante. Siempre pensé en escribirla pero nunca lo hice, como todo aquello que postergamos para un momento más apropiado. Y este año entendí que a veces ni yo lo entiendo, que a la repetida pregunta acerca de por qué vas sólo le cabe el porque quiero, y que ese camino tiene tantas pero tantas formas de hacerse, de pensarse, de vivirse y de sentirse, que vale la pena contarlo.


“¿Vos también venís sola?”, me pregunta una rubia de gorro blanco muy a lo Capitán Piluso. Veo que es alta, con una larga trenza, y que carga una pesada mochila que anticipo fastidiosa unas cuantas horas más tarde. Las dos nos encontramos extrañamente aisladas en la ruta que en pocos minutos se llenará de gente, cuando levanten la barrera del tren que acaba de arribar a Merlo. La admiro por un instante, porque nunca me animé a caminar sola, y los gritos y silbidos que oímos mientras hacemos como si no, se posan temerariamente sobre nosotras. La invito a sumarse a mi grupo, que supongo próximo a encontrar. Y de pronto suena el maldito celular y miro para atrás y la avalancha de peregrinos y nunca más la vuelvo a ver.

El heladero intenta sin éxito vender palitos de agua en una tarde que presagia una noche tan helada como ellos. Me corro a un costado del camino y él se coloca con su bicicleta entre la multitud que avanza incesante, mientras me conversa sin parar acerca de lo peligroso que el camino se ha vuelto en los últimos años. A los gritos, entre carros y banderas que nos separan, me señala a un grupo de jóvenes sobre las vías, me asusta con robos, noches oscuras y relatos acerca de familiares que por suerte no llego a oír.

Ahí están, ahí los veo. La virgen de Luján se adelanta de espaldas hasta que el carrito de San Lorenzo me franquea y logro sumarme a su paso. Empezó mi caminata y vuelvo, un año más, a valorar la calidez de ese grupo, esa imagen, esa mirada. Vuelven a sonar Gaby, Fofó y Miliki, con su barba y sus tres pelos, porque si no tuviera tres pelos, pues no sería una barba! Y luego los bajitos piden Xuxa y siento que nada ha cambiado. Todo es tan igual, que cuando los chicos sintonizan el partido de Racing contra Rosario Central me despiertan de mi ensueño y me señalan cuánto crecieron, cuánto cambiaron, y cuántos se quedaron en el camino.

Todo cambia, sólo hay que detener la mirada y observarlo. Apenas si cuento un Pico de oro vs. la parva de tetrabricks de antaño, los grandes equipos de música que los grossos cargaban al hombro se han reducido a pequeños y pocos aparatos, las “birras heladas” dieron paso a los “fernanditos, fernanditos!, a dos peso’ lo’ fernanditos” y al inefable Speed que impedirá el dulce sueño de más de uno. Sigo viendo cunas y bebés viajando sin ser consultados, niños cada vez más niños que fuman y proclaman lo bueno del “jugo loco” que agitan, miles de puestos de banderines y rosarios y plantillas y cremas cura-todo y bastones que no lo dejarán caer antes de Luján.

Suena la cumbia a todo volumen y se mezcla con el grupo que reza el rosario y con los muchachos de “la episco” a puro bombo y batucada. Más allá, un grupo de voluntarios nos saluda con canciones, que van quedando atrás a medida que avanzamos, y se fusionan con los chistes que cuentan desde el carro de adelante a todo megáfono. La “chacarera religiosa” es la música elegida por quienes se encuentran a mi derecha, mientras a mi izquierda, con pasos cortos y ligeros, avanza un viejo todo encorvado sobre su bastón y su gran bolsa de arpillera.

Ruido. De repente siento mucho ruido.

“Sergio Maffia, está de tu lado”, señala el cartel que no convence a nadie de votar a un intendente con tan penoso apellido. E insiste, una y otra vez, a lo largo de kilómetros y kilómetros, a tu lado.

El paso general se lentifica y los perversos bastones dejan de tocar el suelo para clavarse en pies ajenos. Duele, aseguro que a esta altura, duele. Cada vez se hace más pesado y las paradas se dispersan. Cuando sólo se piensa en los pies y en los tirones y en el cansancio, el camino se torna muy difícil. Le digo que los años no vienen solos, que ya estoy grande, a él, que tiene tres menos que yo, y se me ríe en la cara. Tengo sueño. Y estoy cansada.

Ahora empiezan a aparecer los aventones. “Vamo’ que en 5' sale el camión a la basíiiilica!!!”, “Aquí Traffic a Luján!”, ofertan. Y tientan a más de uno. Siempre pienso que la imaginación comercial no tiene límites, y ya en los últimos años lo que más me ha sorprendido es la proliferación de puestos que venden “Certificados de la fé”. Repito: certificados de fé. Creo que es el mejor oxímoron que he visto en años. Lejos. Y lo peor es que… hay que hacer cola para comprarlos.

También comprobé este octubre los avatares de la inflación. Los hogares y negocios sobre Rivadavia ofrecen sus sanitarios a todo peregrino dispuesto a pagar por ellos. ¿El aumento con respecto al año anterior? 100%.

A veces me pregunto qué impulsará a cada uno de los miles que cruzo en la peregrinación a realizar semejante trayecto. A veces conozco mis motivos, y a veces se me desdibujan. Entonces llevo los de otros y sigo caminando. Este año conocí a alguien que debía una promesa desde el ’96: “prometí ir a Luján como podría haber prometido hacer cien lagartijas, viste?”, me dijo. Se había decidido por fin a cumplirla y, de paso, como para no desaprovechar La Ocasión, pidió que el domingo River ganase el Superclásico. Y juro que jamás vi tantas “camisetas gallina” caminando.

El domingo, escuché que ganó River.

Me costó llegar mucho más que otras veces. Me enojó como nunca la propaganda antiabortista que literalmente cubría las calles de Luján. “Tomá, para que te informes”, expresó con mirada suplicante quien me entregó una pila de folletos que enseñaban a vivir en la verdad. Mi renguera avanzaba casi con el sólo ímpetu de leer el próximo y nefasto pasacalle con el que miles y miles de los que caminamos no comulgamos. Tan sólo si alguna vez preguntaran. Tan sólo si alguna vez, siquiera, caminaran.

Entre enojos y dolores, vi la punta de la iglesia asomarse en el azul de la mañana. Como tantos años, llegué. Como tantos años en mi arribo a esa plaza, la que nunca supe alcanzar de otra forma que no fuese a pie, me emocioné. Porque también es mi Luján, el de todos y cada uno. Porque mi adorado amigo me cuenta que este año caminó con su papá y es como si los estuviera viendo, juntos. Porque todo cambia, aunque me cueste aceptarlo. Porque los cuerpos que cubren el piso de la basílica son muchos menos. Porque su fachada brilla radiante, imponente, por fin libre de los andamios que la cubrieron durante tanto tiempo. Porque los pañuelos de las Madres ondean anudados, como hace 30 años. Porque ya no escucho la misa ni me paro a comulgar. Porque veo la fé ajena (“Padre, padre, bendecime!”) y siento cómo, a lo largo de estos doce años, la mía se ha ido transformando.

miércoles, 3 de octubre de 2007

El Pasteur

Hace años que lo oigo nombrar, con ese eco amargo de sitio que no deberás pisar. Es extraño como los nombres de calles, edificios y plazas se naturalizan y dejan de remitir a sus “titulares”. El Pasteur es el instituto, ese que alberga canes y felinos, ese que utiliza a los animales para hacer “experimentos”, según cuenta la leyenda, esa que también se naturaliza y que repetimos sin jamás indagar acerca de su grado de verdad. Y así deja de ser Louis, ese que inventó la vacuna contra la rabia y que revive en cada hogar y en cada producto pasteurizado.

Hace años que existe, que depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que realiza investigaciones en el campo de la salud humana y animal, que se sitúa sobre la avenida Díaz Vélez, en el Parque Centenario.

Hace años que paso por su puerta en mi camino a la facultad y nunca jamás me detuve a mirarlo. Es de esos edificios antiquísimos (data de 1927), de materiales macizos, ornamentación barroca y altura imponente. De esos edificios que ya no quedan y que, a su vez, pululan tan de a montones que se vuelven invisibles.

Ayer me detuve frente a su puerta. “Instituto de zoonosis”, anuncia. Y lo críptico del nombre se completa al traspasar su entrada. Es gris, como esos días que sólo esperamos que terminen. Es oscuro, como todo edificio público iluminado por escasos tubos titilantes. Es oloroso, como esas pestes que invaden y repugnan. Y está lleno de moscas, que lo rodean a uno apenas se asoma. Tiene muchos pasillos, y gente en los pasillos, y colas de hospital, y caras de cansancio y de espera y de turnos largos que no llegan.

Pregunto por los perros, dónde están los perros. Hay que cruzar el pasillo, y luego el patio, y a la derecha, y luego pregunte, y más al fondo, en otro pasillo, el candado, los perros. Me siguen las moscas. No, no me siguen, están por todos lados.

El patio pertenece a los felinos. Muchos, son muchos. Se desperezan de la siesta, observan con sus ojos rasgados de desconfianza, erizan los pelos de su lomo si me acerco. Un mostrador, blanco pero gris, como el anterior. Y el recuerdo del olor y del color de “sanidad escolar”, lugar siniestro como pocos, que se graba en la memoria de niño.

Vengo de parte de… Busco a la perrita... El hombre del mameluco gris espera y recibe el recado: Por favor, llévelos a M2B.

Otra salida, otro pasillo, a la izquierda, otra vez a la izquierda… “M2B”, resuena en mi cabeza, como algo críptico y secreto, mezcla de enigma, misterio y terror. El simio kafkiano, Pedro el Rojo, me da la mano y atraviesa conmigo la última puerta que se abre.

El sonido me tumba y corta afilado la divagación mental. Todos los canes todos, cada uno en su jaula, ladran a la vez. El ruido es ensordecedor. La manada de moscas se ha cuadriplicado y el olor literalmente ahoga. El hombre del traje gris dice algo que no logramos oír y lo seguimos. “M2B”, señala.

Y ella, blanca, con un tajo en su costado derecho, tiembla de miedo. Flaca, asustada, camina hacia el fondo de su celda. Tirita como si hiciesen -10°C. Blanquita, chiquita, corazón, tranquila… no logra oír entre el estruendo de ladridos. La han operado recientemente. Está dolorida. Su pelo no ha crecido aún sobre la herida. De a poco se acerca, huele mi mano, se aleja. Y luego vuelve, me huele, lame mis dedos.

No es, dice Él, no es. Y el hombre del atuendo gris los pasea por la cárcel de perros. Porque hay otros, hay muchos otros. Ella llora, desconsolada. Porque no es, y porque son tantos, tantos. Porque qué hacer, cómo hacer, cómo llevarlos a todos, cómo encontrarla a ella, cómo dejar a ésta, y a aquel, y a aquella…

Y los ladridos que no cesan. Y el olor. Y el dolor. Y las moscas.

Pedro el Rojo ha soltado mi mano. Lo siento seguirme con sus ojos escrutadores, con esos ojos de acusación, de desilusión, y de pena.

El sonido se apaga, de a poco, y sólo queda su mirada. Blanquita, chiquita, asustada... Cómo olvidar esa mirada.