Presionás el picaporte metálico de la puerta verde y sentís como si un filo te cortara la palma. Te mirás. Confirmás que no hay sangre, pero tenés los dedos hinchados y tres callos rojos a punto de reventar. Salís a la calle. Empezás a caminar despacio por Iguazú. El frío no ayuda. Te duele todo el cuerpo: empeines, piernas, cadera, antebrazos, brazos, hombros, cuello. Te duele pero sonreís, sabés que aliviará después.
Son las dos y media de la tarde y se acabaron las tres horas de entrenamiento. Te preguntás si algún día tu cuerpo se acostumbrará a la dura barra del trapecio y a sus sogas que aprisionan brazos y muslos. No lo sabés, pero ahora sólo deseás llegar a tu casa para darte una ducha caliente.
Son las dos y media de la tarde y se acabaron las tres horas de entrenamiento. Te preguntás si algún día tu cuerpo se acostumbrará a la dura barra del trapecio y a sus sogas que aprisionan brazos y muslos. No lo sabés, pero ahora sólo deseás llegar a tu casa para darte una ducha caliente.