La toco. No está fría. Tampoco está caliente. Me siento en el borde. Miro el ambiente y percibo el vaho sutil que se forma en el aire. Respiro un olor ácido, mezcla de cloro y vapor. Me zambullo parada. No llego a tocar el fondo. Me siento liviana, como si yo misma estuviera hecha de agua. Me acerco hasta el borde y me agarro de él con una mano.
¿Por qué tardé tantos años en volver a nadar?
Me impulso con las piernas y me sumerjo profundo. El silencio se interrumpe con las burbujas de agua que me provoco sobre la cara. Salgo a respirar y me hundo de nuevo. Todo es celeste y calmo ahí abajo. El agua es transparente. Casi más transparente que al agua. Miro a los costados y algunas piernas despatarradas hacen burbujas. Miro mis manos, mis uñas rojas sobre el fondo celeste y la línea roja que marca el “peligro profundo”. Salgo a respirar y me hundo de nuevo. Si respiro tranquila, no me canso entre brazada y brazada.
Recuerdo que antes nadaba 25 metros sin respirar. Me tiraba de cabeza y empezaba a avanzar, impulsándome primero con las piernas y luego con los brazos, acompasadamente. Iba soltando el aire despacio, muy despacio, racionando entre soplido y soplido. El borde estaba muy lejos y yo me impulsaba profundo. De a poco, el aire se iba agotando. Y no podía salir a respirar. Tenía que llegar hasta la otra punta. Si me ponía nerviosa, soltaba el aire más rápido. Tenía que estar tranquila. Seguía nadando sin aire nuevo. De a ratos me parecía que respiraba adentro del agua. Porque seguía nadando y largando aire. Aprendí que cuando creemos soltar todo el aire que tenemos en los pulmones, aún queda un resto. Sentía presión en el pecho y me empezaba a desesperar. Pero yo sabía que podía un poco más. Cerraba bien mis dedos para que me impulsaran más fuerte y vencieran la resistencia del agua. Lo veía, ahí cerca, sólo faltaba un poco más. Y, por fin, cuando pensaba que me iba a ahogar en mi terquedad, tocaba el borde. Y salía a la superficie de golpe para inspirar fuerte, boquiabierta y agitada.