martes, 26 de febrero de 2013

Agua


La toco. No está fría. Tampoco está caliente. Me siento en el borde. Miro el ambiente y percibo el vaho sutil que se forma en el aire. Respiro un olor ácido, mezcla de cloro y vapor. Me zambullo parada. No llego a tocar el fondo. Me siento liviana, como si yo misma estuviera hecha de agua. Me acerco hasta el borde y me agarro de él con una mano.


¿Por qué tardé tantos años en volver a nadar?


Me impulso con las piernas y me sumerjo profundo. El silencio se interrumpe con las burbujas de agua que me provoco sobre la cara. Salgo a respirar y me hundo de nuevo. Todo es celeste y calmo ahí abajo. El agua es transparente. Casi más transparente que al agua. Miro a los costados y algunas piernas despatarradas hacen burbujas. Miro mis manos, mis uñas rojas sobre el fondo celeste y la línea roja que marca el “peligro profundo”. Salgo a respirar y me hundo de nuevo. Si respiro tranquila, no me canso entre brazada y brazada.


Recuerdo que antes nadaba 25 metros sin respirar. Me tiraba de cabeza y empezaba a avanzar, impulsándome primero con las piernas y luego con los brazos, acompasadamente. Iba soltando el aire despacio, muy despacio, racionando entre soplido y soplido. El borde estaba muy lejos y yo me impulsaba profundo. De a poco, el aire se iba agotando. Y no podía salir a respirar. Tenía que llegar hasta la otra punta. Si me ponía nerviosa, soltaba el aire más rápido. Tenía que estar tranquila. Seguía nadando sin aire nuevo. De a ratos me parecía que respiraba adentro del agua. Porque seguía nadando y largando aire. Aprendí que cuando creemos soltar todo el aire que tenemos en los pulmones, aún queda un resto. Sentía presión en el pecho y me empezaba a desesperar. Pero yo sabía que podía un poco más. Cerraba bien mis dedos para que me impulsaran más fuerte y vencieran la resistencia del agua. Lo veía, ahí cerca, sólo faltaba un poco más. Y, por fin, cuando pensaba que me iba a ahogar en mi terquedad, tocaba el borde. Y salía a la superficie de golpe para inspirar fuerte, boquiabierta y agitada.




Siempre llegaba. Esos 25 metros con una sola respiración eran una especie de desafío personal. Eran lo que hacía que la clase de natación valiera la pena.

Ahora nado pausado, fundida en el agua. Me duelen el cuello y la espalda, y espero que el agua los alivie. Respiro, me sumerjo, hago dos brazadas y salgo de nuevo a respirar. Largo todo el aire y más. Y respiro, otra vez, entre brazada y brazada.


No puedo creer que tardé tantos años en volver a nadar. Siempre hay una buena excusa para dejar de hacer lo que nos gusta. La mía fue no ver. Ver cada vez menos, tener que usar lentes de contacto, inventar un miedo atroz de perderlos porque iba a abrir los ojos y esos diminutos plásticos blandos se fundirían para siempre en la transparencia del agua. No ver, sólo eso me pasó. No ver que el tiempo pasa y que siempre dejamos lo que queremos para más adelante: para cuando tengamos tiempo, para cuando ya no lo queramos.


Me sumerjo en el agua y no hay nada más que mis uñas rojas sobre el fondo celeste, las burbujas en la cara y una leve presión en los oídos. Abro los ojos bien grandes y veo debajo del agua. Y también respiro. Y a cada brazada recuerdo las metas-desafío que me inventaba de chica. Una vez se me ocurrió nadar de una playa a la otra, en algún lugar de Brasil. Estaban divididas por un morro y desde una orilla no se veía la otra. La gente llegaba de una a otra caminando por la trilha, que subía el morro, que después salía a una rua, que luego se abría a otra trilha, que terminaba en una escalera que bajaba a la playa. Recuerdo que empecé a bracear, tranquila, pausadamente, alejándome de la costa. Nadé un buen rato hasta que frené para ver cuánto había recorrido. Estaba en mar abierto, justo detrás del morro. Mi cabeza asomada a la superficie del agua no veía ninguna de las dos costas. Sólo yo, entre la montaña y la inmensidad del mar. No sabía qué hacer, si volver el camino andado o seguir adelante. Por un instante pensé que me ahogaría y que jamás me encontrarían detrás del morro. Intenté calmarme y arranqué nadando lo más rápido que pude hacia la otra playa. Me agitaba entre brazada y brazada, avanzaba con una respiración pésima y un ritmo acelerado. Llegué a la arena, sin aire y helada del puro miedo. A salvo en la orilla, me juré que nunca más lo volvería a hacer.


Y acto seguido sonreí. Ahí, sola, sobre la arena. Mi familia en la otra playa, a la que ahora tendría que volver caminando por la escalera, el morro, la trilha. Era lo que hacía que mis vacaciones valieran la pena.


Ahora también sonrío. El agua se me cuela entre los dientes. No sé cuántos largos llevo hechos. Hago dos de crawl, dos de espalda, dos de pecho. Y vuelvo a empezar. Intenté contarlos pero me perdí. Siento el agua suave mientras abro y cierro los dedos. No quiero contar. Me sumerjo y me fundo en el agua. Mis uñas rojas, el fondo celeste, la línea roja del “peligro profundo”. Las burbujas en la cara, el placer de respirar.  

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