Las de ellos, los otros. Las que duran lo que dura la relación. Las que a lo largo de todo ese tiempo ocupan tanto tiempo. Las que obligan a la corrección, a manifestar educación, sentarse derechos, moderar tonos, sonreír. Las que multiplican cumpleaños, condicionan fines de semana, compelen fechas y horarios. Las que son como la de uno, pero -a su vez- tan distintas a la de uno. Las que permiten replantearse la propia, invitan a mirar para adentro y valorar. Las que enseñan otras formas de vida, inspiran deseos y futuros anhelos.
Las otras, las familias temporales. Las que abren sus puertas y apuntan escrutadoras miradas. Las que nos evalúan, toman distancia y a veces abrasan. Las que de a poco comienzan a abrazarnos, tras la evaluación y la distancia. Las que se encariñan y nos imponen nuevos términos y ritos y navidades. Las que de a poco pierden sus delicadas maneras y se revelan tan reales. Las que también esconden gritos, nostalgias, cuernos y necedades. Las que bajan las cortinas y empuñan metales. Las que saben a incienso, a canela y a podrido.
Hoy pensaba en ellas. En las familias que durante algún –mucho o poco- tiempo fueron también, de alguna manera, mi familia. Mi entorno, mi mesa, mi domingo. Las que me recortarán de algún álbum familiar. Las que me recordarán como aquella, gran, la que perdimos. Las que me inmortalizarán, ante la mirada de algún niño, como –simplemente- aquella, la del nombre difícil de nomeacuerdo. Y las que no guardarán álbum, pero guardarán memoria.
Hoy pensaba en ellas y las comparaba. Y sé eso de las no comparaciones, pero igual las comparaba. La de los almuerzos de a miles y los miles de almuerzos. La de la familia unita, por siempre unita, hasta que la muerte nos separe. La del calor y el café y el afecto. La preocupada, la del peligro acechante, la del cuidado. La que me quería y me quiso tanto más cuando ya no me tenía. La de la charla eterna. La de la sobremesa beoda y los libros sobre la cabeza. La que me regaló ese memorable “bienvenida”. La de la intelectualidad progre. La copada, esa, la copada de egocentrismo. La de la libertad, la del fluir vocacional y el super yo. La sorda, la perfecta y eternamente sorda. La de los paseos, las reuniones sociales y el decoro. La de la tierrita bajo la alfombra. La de los grandes proyectos, el pulcro destino y las ganas enjauladas.
Eso. Hoy pensaba en eso. En mi vida con ellas. En la nostalgia del fin. En el tiempo y el compartir que se evapora. En el eterno para qué. En el lapso perdido con los míos. En las familias, las distintas familias que semejan tanto. En los caminos y los cruces que trazamos. En la memoria y aquello que borramos. En ellos, los otros. Los que elegimos con tanto amor que luego eclipsamos. En ellos, los otros. Que eran todo, que ocupaban tanto. En ellos, los otros. Que ya no están, que nos prestaron sus familias, que no olvidamos.
Las otras, las familias temporales. Las que abren sus puertas y apuntan escrutadoras miradas. Las que nos evalúan, toman distancia y a veces abrasan. Las que de a poco comienzan a abrazarnos, tras la evaluación y la distancia. Las que se encariñan y nos imponen nuevos términos y ritos y navidades. Las que de a poco pierden sus delicadas maneras y se revelan tan reales. Las que también esconden gritos, nostalgias, cuernos y necedades. Las que bajan las cortinas y empuñan metales. Las que saben a incienso, a canela y a podrido.
Hoy pensaba en ellas. En las familias que durante algún –mucho o poco- tiempo fueron también, de alguna manera, mi familia. Mi entorno, mi mesa, mi domingo. Las que me recortarán de algún álbum familiar. Las que me recordarán como aquella, gran, la que perdimos. Las que me inmortalizarán, ante la mirada de algún niño, como –simplemente- aquella, la del nombre difícil de nomeacuerdo. Y las que no guardarán álbum, pero guardarán memoria.
Hoy pensaba en ellas y las comparaba. Y sé eso de las no comparaciones, pero igual las comparaba. La de los almuerzos de a miles y los miles de almuerzos. La de la familia unita, por siempre unita, hasta que la muerte nos separe. La del calor y el café y el afecto. La preocupada, la del peligro acechante, la del cuidado. La que me quería y me quiso tanto más cuando ya no me tenía. La de la charla eterna. La de la sobremesa beoda y los libros sobre la cabeza. La que me regaló ese memorable “bienvenida”. La de la intelectualidad progre. La copada, esa, la copada de egocentrismo. La de la libertad, la del fluir vocacional y el super yo. La sorda, la perfecta y eternamente sorda. La de los paseos, las reuniones sociales y el decoro. La de la tierrita bajo la alfombra. La de los grandes proyectos, el pulcro destino y las ganas enjauladas.
Eso. Hoy pensaba en eso. En mi vida con ellas. En la nostalgia del fin. En el tiempo y el compartir que se evapora. En el eterno para qué. En el lapso perdido con los míos. En las familias, las distintas familias que semejan tanto. En los caminos y los cruces que trazamos. En la memoria y aquello que borramos. En ellos, los otros. Los que elegimos con tanto amor que luego eclipsamos. En ellos, los otros. Que eran todo, que ocupaban tanto. En ellos, los otros. Que ya no están, que nos prestaron sus familias, que no olvidamos.
3 comentarios:
Me gustó el nombre "familias postizas". Como disfraces, como bigotes enrulados, que se arrancan de un tirón después de pasar una noche entera tratando de que no se caigan...
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duele después cortar el cordón cuando el sentir ya no es suficiente!
Salu!
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