Resulta que él tiene mucho en común con vos: laburo, ideas, gustos, onda, viajes. Resulta que de todas formas podrían no cruzarse jamás y seguir viviendo sus vidas como si nada. Pero resulta que siempre encuentran una buena excusa para verse. Y si no la encuentran, la casualidad los choca en medio de la calle. Día de semana cualquiera, tres de la tarde, septiembre, pleno centro porteño. Salís divertida de una feria americana en la búsqueda urgente de un cajero automático para pagar todas las boludeces que elegiste. Absorta en tu nube consumista, alguien te llama por tu apodo y de pronto lo ves, ahí, en medio de la calle, brazos extendidos para un abrazo, sonrisa en los ojos. Te invita a tomar algo. Le contás acerca de tu urgencia monetaria y te acompaña a recorrer cajeros. Pasan por seis o siete pero todos se encuentran fuera de servicio. Te presta el dinero para comprar la ridícula ropa que separaste, mientras vos rogás que la vendedora la tenga guardada en una bolsa opaca para que él no la vea. Después se sientan en un bar. Es tu cuarto café del día, pero sabés que podría ser el décimo sólo por un rato charlando con él. Se actualizan acerca de las novedades, la vida, las vacaciones pasadas y por venir, el presente político del país, la producción académica, tus vuelos de trapecista. Pasan las horas sin que te des cuenta. Y podrían pasar muchas más sumergidos en esas miradas que dicen tanto y tan poco. Se hace tarde y deciden partir. Dicen que intentarán ayudar a la suerte para volver a encontrarse antes de fin de año. En el fondo no lo creés, pero nadie te saca la sonrisa de la cara esa tarde. Unos días antes de navidad, te escribe inesperadamente para preguntarte si estás en tu casa. Estás. Y él pasa a visitarte.